lunes, 5 de abril de 2010

El internet, la telefonía celular y la lengua castellana

Este ensayo será, espero, el "Apéndice 2" de la

GUÍA ESENCIAL PARA LA REDACCIÓN EN LENGUA ESPAÑOLA

de próxima aparición en Editorial Planeta Mexicana


Sandro Cohen


El internet, la telefonía celular y la lengua castellana

RUGE UNA NUEVA batalla en las guerras culturales del siglo XXI. Tiene que ver con la manera como los jóvenes, quienes crecieron con el internet y la telefonía celular, eligen comunicarse por estas vías. Aquellos que aprendimos a escribir a lápiz, y luego con pluma, sobre hojas de papel pautadas, con ortografía impecable, tendemos a escandalizarnos al ver mensajes punto menos que indescifrables para nosotros. Aunque el encono de ambos lados es real, se trata de un falso conflicto que se debe a un malentendido.

El primer culpable en este malentendido es la tradición, que algunos llaman inercia. Hay personas que simplemente no quieren ver ni mucho menos vivir cambios sociales, y nuestra manera de comunicarnos por escrito es, sin duda, una cuestión social. Antes de los años 90 del siglo pasado, por ejemplo, resultaba absolutamente indispensable saber cómo armar una carta correctamente, haya sido formal, profesional, de negocios, amistad o amor. Sigue siendo importante en algunas esferas —sobre todo en el ámbito oficial, académico u otras áreas profesionales—, pero hoy en día la mayor parte de nuestra correspondencia, incluso cuando se trata de cuestiones comerciales o de negocios, se realiza por correo electrónico.

Hay quienes, desde luego, se niegan a incorporarse a la red, a usar el internet. Muchas personas ni siquiera son dueñas de una computadora ni piensan entrarle al juego. Tal vez no sean luditas[1] pero ven las nuevas tecnologías con suspicacia y suspiran por los buenos tiempos cuando ellos formaban parte de la vanguardia. La historia, sin embargo, los ha dejado atrás y ellos no han querido ponerse al corriente. Están en su derecho pero nuestras decisiones traen consecuencias. Hoy en día muchos trámites y servicios sólo se realizan y ofrecen, respectivamente, por internet.

Sin embargo, se comprende su frustración. Las nuevas tecnologías avanzan a una velocidad pasmosa, y cuanto más se desarrollan, más extrañas y amenazadoras pueden parecer. Tendemos a equiparar todos los males de la sociedad actual —que son muchos— con aquello que vio la luz durante el mismo periodo. Así, en la mente de los que niegan, ningunean o desprecian las nuevas tecnologías y las costumbres que han engendrado, puede haber una correlación entre estas nuevas tecnologías y lo que ellos ven como una espiral descendente en la calidad de vida en general, y de la suya en particular, aunque la establezcan de manera inconsciente.

Pero el que dos fenómenos coincidan en el tiempo no quiere decir que uno haya provocado el otro. Correlación no equivale a causalidad. Como todos los prejuicios a los cuales recurrimos cuando no tenemos tiempo ni ganas de pensar en términos lógicos, el prejuicio en contra de lo nuevo es fácil y cómodo, como otros que nos evitan la molestia de razonar: prejuicios en contra de personas de otra religión, raza, preferencia sexual, color, etnia, idioma…

Habíamos hablado de la tradición como el “primer culpable” de este malentendido. Pero no es la única. También tienen lo suyo todos aquellos que le dan la espalda a su historia, su tradición, y sólo viven en un presente perpetuo, un continuo. El peligro que engendra esta actitud radica en su falta de perspectiva, y sin perspectiva no puede haber pensamiento analítico, no puede haber crítica. Cuando se vive así, todo se nivela y adquiere el mismo valor porque no hay puntos de comparación. Da lo mismo una sonata de Mozart, por ejemplo, que una canción de rap o una mezcla digital. Es más: por el predominio del rap y las mezclas digitales en los medios electrónicos, la sonata de Mozart difícilmente podrá ser escuchada, simplemente porque no tiene cómo destacar en sitios donde la velocidad, el volumen y la inmediatez lo son casi todo. Para que pueda apreciarse la sonata se requiere tiempo, silencio de fondo y una cabeza despejada y dispuesta a escuchar sonidos y relaciones sonoras nuevas; por lo menos serían nuevas para aquellos acostumbrados a los altos decibeles y la repetición banal, mecánica y monótona de las percusiones que suelen regir la música popular sintetizada precisamente a partir de los nuevos medios digitales.

Pero aquí tenemos una clave importante para comprender esta batalla, que no es más que un falso conflicto, como sugerí antes. Del mismo modo en que los nuevos medios pueden emplearse para crear música desechable, que se olvida —felizmente— a las dos semanas de su introducción, también podemos recurrir a los nuevos medios digitales para crear sonidos y formas musicales de gran inventiva que jamás podrían haber sido posibles antes del surgimiento de las computadoras y todas las nuevas herramientas que han traído. Actualmente, un compositor joven sin mucho dinero y sin acceso a las altas esferas culturales de su país, puede escuchar cómo suena la pieza sinfónica que acaba de componer, como si hubiera contratado una orquesta sinfónica para tocarla, ¡o mejor! Para ello, sólo requiere una computadora personal y software especializado para sintetizar los sonidos de los instrumentos —de tipo tradicional o absolutamente novedosos— que ha incluido en su partitura. En los viejos tiempos, sólo podría haberla escuchado en su cabeza o en una reducción pianística. Las posibilidades son infinitas y para todos los medios: radio, cine, video, internet, happenings, performances y un etcétera tan largo como la imaginación y creatividad de uno.

Con lo anterior entendemos que las herramientas son un medio, no un fin en sí mismas. Lo que importa es el resultado. Aun a los más tradicionalistas, cuando escuchan música que los conmueve por alguna razón, no les importa si el compositor recurrió a la computadora o si empleó métodos puramente tradicionales. Pero eso sí: los medios digitales multiplican las posibilidades creativas exponencialmente. El secreto está en conocer, dominar y explotarlas con sabiduría.

Algo parecido sucede con los idiomas naturales y, en lo que nos concierne aquí de manera específica, la lengua castellana. Su cruce con los nuevos medios digitales no tiene por qué asustar a quienes nos criamos sin computadoras ni teléfonos celulares. No es necesario que nos escandalicemos cuando vemos cómo se escriben entre sí los jóvenes en sus chats y mensajes SMS.[2] Debemos entender, en primer lugar, que estas nuevas formas de comunicación no surgieron accidental o mefistofélicamente sino que son producto natural de los medios que las engendraron. Se trata de herramientas que privilegian la inmediatez en tiempo y espacio. Tienden a favorecerse aquellos mensajes que vayan y vengan velozmente y que ocupan poco espacio. Para que esta inmediatez funcione, entonces, se requiere un nuevo lenguaje que le dé cabida y salida. Tampoco es accidental que se haya dado en prácticamente todos los idiomas hablados por quienes usan computadoras y teléfonos celulares: inglés, francés, español, alemán, portugués, ruso, catalán, etcétera. Y no se trata de ciegas imitaciones del inglés. Cada idioma ha desarrollado sus propios códigos, aunque —ciertamente— hay préstamos entre sí, como suele suceder con los idiomas naturales.

Es aquí, sin embargo, donde se oculta el peligro de no comprender el fenómeno. Por un lado están los mayores que se horrorizan ante palabras como d2 (dedos), kmple (cumpleaños) o mpzo (empiezo), más todos los emoticones que se emplean para dar a entender que estamos bromeando, que estamos tristes, enojados, muertos de la risa… Pero por el otro lado están los que escriben con estas nuevas grafías de manera acrítica, que pierden de vista lo que en realidad sucede: están escribiendo taquigrafía.

La taquigrafía tiene una historia larga que empieza con los griegos antiguos. La palabra proviene del griego taxos (velocidad) y grafos (escritura). Se trata, entonces, de escritura rápida, exactamente lo que emplean los jóvenes en sus chats y mensajes telefónicos. Se emplea la taquigrafía, también llamada estenografía, en muchas salas judiciales y, hasta hace poco, se usaba en gran cantidad de empresas donde las secretarias (casi exclusivamente de sexo femenino) tomaban dictado utilizando alguno de los lenguajes taquigráficos principales, como el de Gregg, Pitman o Graham. Hay quienes aún dictan a sus secretarios pero cada vez más ejecutivos utilizan el correo electrónico y los servicios de mensajería (chats internos o comerciales como el Messenger) para girar instrucciones, o los emplean directamente para comunicarse dentro y fuera de sus oficinas.

Para comprender bien lo que sucede, debemos darnos cuenta de que la taquigrafía pretende captar el lenguaje oral. Cuando la escritura aún era un fenómeno relativamente nuevo, tal vez no había mucha diferencia entre los lenguajes oral y escrito. Pero a lo largo de los más de cinco milenios que tenemos de ensayar la escritura —sobre todo a partir del invento de Gutenberg—, hemos ido afinando el lenguaje escrito a tal grado que ya existe en otro nivel que el oral, con el cual teníamos, como especie, por lo menos 50 mil años de práctica, si no más. Desarrollamos, pues, el lenguaje escrito a partir de sus deficiencias frente al lenguaje oral, que emplea herramientas extralingüísticas para ser expresivo: gestos, ademanes, lenguaje corporal en general, contacto visual, tono de voz, velocidad, etcétera. También se goza de conocimientos que sólo la presencia física de una persona puede brindar, y que en un escrito pueden quedar velados o ambiguos: contexto socioeconómico del autor, edad y, en ciertos casos, sexo (hay nombres que pueden pertenecer por igual a hombres que a mujeres, puede ocultarse el sexo del que escribe, o se puede dar a entender que se trata del escrito de una mujer cuando en realidad pertenece a un hombre, entre otras posibilidades).

Este desarrollo del lenguaje escrito —que empezó su época de esplendor en tiempos de la Biblia y la poesía épica, y que aún continúa— nos ha llevado a una escritura que en muchos sentidos supera al lenguaje oral. Para decirlo de otro modo, hemos aprendido a manejar las palabras escritas de tal manera que sugieren y precisan mucho más de lo que podríamos hacer en una conversación común y corriente. Si bien en la oralidad está el origen de todas las artes y obras del pensamiento, la poesía, narrativa, ensayística y ciencias que hemos desarrollado a partir de la escritura han llevado nuestro conocimiento a niveles jamás sospechados por los creadores clásicos. No obstante, me cuido de afirmar que lo nuestro sea superior. Lo que sí puede afirmarse es esto: en la actualidad hay un abismo entre el lenguaje oral y el escrito. Poseen funciones y fines muy diferentes.

El lenguaje oral sirve para mucho. Es inmejorable para conversar, intimar con nuestros semejantes, intercambiar información inmediata de toda clase. El lenguaje escrito, por otro lado, es insustituible para desarrollar ideas, obras de arte literario y aun dramático (que es, paradójicamente, oral); para explicar el funcionamiento de sistemas complejos, sean mecánicos, matemáticos, cibernéticos o filosóficos. Además, el lenguaje escrito está pensado para durar, y puede durar milenios: trasmite, con toda precisión, el conocimiento de una generación a las que siguen.

Las palabras dichas en voz alta, como reza el adagio, se las lleva el viento, y las garabateadas taquigráficamente en el Messenger, Twitter o el SMS, se las lleva el viento cibernético. La batalla cultural a la cual aludimos al principio, entonces, tiene que ver con la confusión que existe entre estos dos lenguajes, confusión que brota precisamente cuando uno piensa que puede aplicar las nuevas técnicas escriturales de los chats y SMS en el lenguaje escrito formal, algo que sólo sucede espontáneamente entre los más jóvenes, los nativos digitales, quienes nacieron entre computadoras y teléfonos celulares. Por esto se trata, en esencia, de una batalla y un equívoco generacionales. Para decirlo pronto, el chat no es tanto un nuevo lenguaje como una nueva taquigrafía.

Por un lado, están los jóvenes que creen estar escribiendo —redactando— en sus chats cuando, en realidad, están conversando por escrito, taquigráficamente. Si el mensaje se comprende, no importa la grafía que se emplee para trasmitirlo. Mientras más rápido y comprensible sea, mejor. Si es rápido mas no comprensible, no sirve; si se comprende pero no cumple con la velocidad requerida, falla.

Por el otro lado están los tradicionalistas que prácticamente entran en convulsiones cuando ven cómo sus hijos escriben mensajes telefónicos y la manera en que se expresan en sus chats. Como suele suceder con las jergas y jerigonzas, los de fuera —en este caso los mayores— pueden sentirse amenazados al no comprender fácilmente esta escritura. Y los jóvenes, naturalmente, podrán reírse ante la ignorancia de sus padres, tíos y maestros.

Ambos grupos están en una equivocación. El segundo —el de los tradicionalistas— se siente reivindicado cuando los del primero —los chateros— llevan, inopinada y acríticamente, su taquigrafía al terreno de lo académico o a foros generales más abiertos. Los mayores, complacidos como si se tratara de una venganza, señalan los horrores ortográficos, sintácticos y gramaticales y lamentan la pobreza léxica y expresiva que aqueja a las nuevas generaciones. Y éstas se quejan de lo anticuado de sus progenitores, los rucos, los que no agarran la onda.

Ninguno de estos grupos culturales —ni los jóvenes ni los mayores— parece comprender que están hablando de dos lenguajes diferentes. Es preciso separarlos. Resulta difícil negar que la oralidad de los chats ha invadido el terreno de lo escrito. Éstos y los mensajes enviados por celular sólo pueden ser considerados escritura porque emplean grafías, pero en todo lo demás responden a los imperativos de la conversación. De nuevo: se trata de la oralidad taquigráfica. Y, en efecto, el oral es un lenguaje pobre frente al escrito cuando éste se maneja bien, con todas las herramientas que hemos desarrollado en los últimos cinco mil años, más o menos.

Ha sido así desde hace muchos siglos: lo oral, en general, no puede competir con la buena escritura en riqueza de vocabulario, formas sintácticas, complejidad de estructuras. Para que la oralidad sea competitiva en este sentido, hace falta que la practique un gran maestro. Pero el 99.99 por ciento de quienes conversamos, no somos grandes maestros sino personas comunes y corrientes que emplean el lenguaje oral para comunicar mensajes inmediatos. Por eso, quienes actualmente estudian en escuelas primarias, secundarias y preparatorias, necesitan tener muy claro que, por un lado, está la escritura, y que por el otro está la taquigrafía que emplean para conversar por internet o teléfono celular. Si en su mente y en la realidad exterior logran separar los dos fenómenos, no habrá problema. Pero si piensan que todo el mundo va a comprender su taquigrafía, están equivocados. No es la lingua franca de todos los hablantes. Y ninguna taquigrafía lo ha sido, precisamente por sus limitaciones.

Los mayores, por su parte, deben bajar su nivel de histerismo. ¿Qué tiene de malo que los jóvenes se entiendan mediante una taquigrafía incomprensible para los adultos? Los padres de familia pueden, incluso, aprenderla. No es nada del otro mundo, aunque a primera vista pueda parecernos agresiva, como cuando dos personas susurran entre sí en un idioma extranjero mientras nos ven y se ríen.

Lo que debe quedar claro, tanto para tirios como para troyanos, es que la escritura formal —la redacción y las artes literarias— es un fenómeno aparte, muy diferente de la oralidad de la cual participan los chats y los SMS. Nadie sabe si una o más manifestaciones de esta nueva taquigrafía llegarán a penetrar y quedarse en la lengua escrita. Es posible, y si así sucede, será seguramente algo positivo, gracias a su expresividad. Y si no ocurre, habrá sido porque a los hablantes, en general, les habrán parecido expresiones pobres frente a palabras, frases y oraciones de estructura más tradicional.

Los idiomas naturales evolucionan constantemente. El oral tiende a impulsar al escrito, pero éste fija y da brillo a la lengua en general, sea escrita u oral. No debemos reprimirnos en ningún sentido. Debemos ser espontáneos cuando conversamos, sea por taquigrafía o en persona. Pero no olvidemos que la escritura es un ejercicio de pensamiento, análisis y crítica. La usamos para relacionarnos con la inmensa complejidad que nos rodea, dentro de la cual existimos y coexistimos. Por esto, la escritura debe ser clara y precisa para la mayor cantidad posible de lectores. Esto requiere el dominio del léxico, la gramática, la sintaxis, la ortografía y la puntuación. Como decimos en México, no es enchílame otra. Pero tampoco es imposible.

Que cesen las hostilidades. Que cada quien hable como quiera, como pueda, como Dios le dé a entender. Y si uno habla bien, de manera clara y convincente, ¡tanto mejor! Pero si vamos a escribir, procuremos hacerlo de modo que todo el mundo —no únicamente nuestro entorno inmediato— pueda comprender nuestras ideas, nuestras emociones, todo aquello que somos y que deseamos trasmitir a nuestros semejantes de ahora y a los que nos leerán cuando ya no estemos físicamente para explicarnos.



[1]Seguidores del ludismo, un movimiento de principios del siglo XIX en Gran Bretaña, opuesto a la mecanización del trabajo. Por extensión se aplica a todo aquel que recela de las nuevas tecnologías y que sólo se siente cómodo con medios mecánicos tradicionales.

[2]Short Message Service: Servicio de Mensajes Cortos. Se llaman también “mensajes de texto”. Existe un nuevo verbo que se emplea como sinónimo de enviar mensajes breves por teléfono: textear.

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